Cultura musical para indios y salmones

INSOMNIO

en EL RINCÓN DE DANIEL HIGIÉNICO por

A Mario le era imposible conciliar el sueño desde aquel fatídico día en el que su hijo Alfredo, guitarrista de los Blood&Guts, murió en un accidente de tráfico mientras se dirigía a uno de sus conciertos. El conductor de la furgoneta se durmió al volante y cayeron por un acantilado. Su hijo estaba practicando con su nueva guitarra en la parte de atrás cuando el conductor perdió el control y la furgoneta cayó dando vueltas como un rodillo hasta estamparse contra las rocas, treinta metros más abajo. Alfredo fue la única víctima. Cuando llegó el equipo de rescate, lo encontraron con el mástil de la guitarra clavado en la frente. Increíblemente, los demás pasajeros salieron prácticamente ilesos del accidente.

Desde aquel día, Mario no pudo dormir más. Tenía horribles pesadillas cada vez que lo intentaba. Se imaginaba el momento en el que el mástil de aquella guitarra se incrustaba en el cráneo de su hijo. Imaginaba a los demás músicos abandonando la furgoneta como si no hubiese pasado nada y al conductor mirando el cadáver y riéndose de la patética imagen de su hijo, de su irónica mala suerte.

El médico le recetó unas pastillas, pero no sirvieron de nada. Probó con infusiones y otras cosas que le recomendaban los amigos y que había investigado por internet, pero no hubo manera. La imagen de Alfredo y de aquella guitarra asesina se paseaba por su mente en el mismo momento que cerraba los ojos.

Al cabo de unas semanas, enfermó. Empezó a tener problemas cardiovasculares y tuvo dos infartos. Más tarde le diagnosticaron cáncer de colon, diabetes, artrosis… Engordó treinta quilos durante aquellos meses sin dormir. Tenía alucinaciones en pleno día. Veía minúsculas guitarras voladoras zumbando a su alrededor, como una nube de mosquitos impertinentes. Andaba por la calle haciendo aspavientos con las manos para espantar aquellos pequeños seres imaginarios que intentaban clavarle sus afilados mástiles por todo el cuerpo.

Por las noches ya ni siquiera intentaba dormir. Se dedicaba a pasear por la ciudad sin rumbo fijo hasta el amanecer o hasta que los huesos dejaban de responderle y se dejaba caer, agotado. Como aquella madrugada en el parque, cuando se desplomó entre los matorrales y pensó en suicidarse, en dejarse morir como un animal…

Y dormir, por fin.

Ya había decidido quedarse allí, abandonarse a la muerte, cuando llegaron los vendedores ambulantes con sus cachivaches y empezaron a montar el mercadillo a su alrededor. Frente a él se instaló un viejo hippie con su perro, un precioso pastor alemán, que se acercó a Mario para olisquearlo. El anciano se fijó en él.

     —¿Te pasa algo?, ¿necesitas ayuda? —preguntó, ofreciéndole la mano.

Mario lo miró desconcertado, llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie y aquel hombre le parecía un ser de otro planeta con su larga melena recogida por un pañuelo rojo y vestido con una especie de túnica floreada que le llegaba hasta los pies.

     —¿Te encuentras bien?, ¿quieres que llame a una ambulancia? –El viejo imaginó que era un vagabundo.

     —No… no… solo quiero… dormir —balbuceó Mario.

     —Pues duerme, estírate ahí en la hierba. No te preocupes, yo estaré aquí todo el día. ¿Quieres una galleta?

     —¿Una… galleta?… No, no tengo… hambre.

     —Ten, te sentará bien…, es de marihuana. Hay quién las utiliza para relajarse  —dijo, bajando el tono de voz.

     Mario aceptó la galleta y empezó a mordisquearla. Acabó con ella en un instante.

     —¿Me das… otra? —preguntó Mario, tímidamente.

     —Sí, claro, toma.

Se comió cinco de aquellas galletas mientras observaba como el anciano hippie montaba su puesto de aparatos electrónicos usados. De pronto se incorporó, sintiéndose más animado, y ayudó a colocar sobre la mesa viejos tocadiscos, magnetófonos, reproductores de casetes, cables, conectores, altavoces… Hasta que se fijó en un antiguo discman, uno de los primeros cd’s portátiles que salieron al mercado, igual que el que le regaló a su hijo Alfredo por su décimo cumpleaños. Ahora le parecía un armatoste.

     —¿Cuánto pides por esto?

     —Por quince euros es tuyo. Va con auriculares y todo. Funciona perfectamente. ¿Quieres probarlo? Tengo un cd para probarlo, si quieres. Se lo he tomado prestado a mi hijo –dijo, guiñándole un ojo.

El viejo conectó unos pequeños auriculares, introdujo el cd y se lo ofreció. Mario sonrió con una pequeña mueca por primera vez en muchos meses.

Volvió a estirarse en la hierba. Se colocó los auriculares, pulsó el play y subió el volumen del aparato al máximo. De repente, una guitarra brutalmente distorsionada sonó con un riff diabólico para empezar el primer tema. Cuatro compases después, Mario se llevó un buen susto cuando todos los demás instrumentos entraron de golpe, como un cañonazo. Nunca había escuchado una música así. Sintió como se aceleraba su ritmo cardiaco, como si la adrenalina despertara de nuevo en su cuerpo. Sintió la hierba erizándose bajo su espalda. Ocho compases más tarde, todos los instrumentos pararon de golpe, hubo un compás de silencio hasta que apareció una voz desgarrada gritando: ¡¡I am aliveeeee, I am aliveeeee!! Mario imaginó una gigantesca garganta que le gritaba, que le gritaba a él. ¡¡I am aliveeeee, I am aliveeeee!! Sintió temblar todo su cuerpo, desde el cuero cabelludo hasta la punta de los pies, que le cosquilleaban como si alguien estuviese administrándole pequeñas descargas eléctricas.

Y se quedó allí tumbado, asimilando aquella extraña música que nunca había escuchado, pero que parecía compuesta para él, compuesta para mantenerle vivo.

El perro se tumbó a su lado, mientras en el interior de discman, el último disco de los Blood&Guts siguió dando vueltas y vueltas y vueltas… y vueltas…

Hasta el final.

Texto: Daniel Higiénico

Ilustración: Pato Conde

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