Cultura musical para indios y salmones

EL DÍA EN QUE EN LA CIUDAD FLORECIERON PIANOS

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“¿Sabéis por qué la canción Para Elisa se llama así?”, cuenta una señora con un sombrero negro ladeado. “Beethoven estaba paseando por la calle cuando escuchó sonar un piano. Eso ahora no pasaría. Hoy es un día excepcional.” Y dice esto porque este 14 de octubre Madrid se ha llenado de pianos.

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Son ocho pianos de cola. Están a lo largo de la calle Serrano, menos uno que se ha escapado a la Plaza de las Cortes. La Fundación Jesús Serra y el Concurso Internacional de Música María Canals organizan la IV edición de la jornada cultural Madrid se llena de pianos, con la que quieren fomentar el conocimiento de la música clásica y dar a conocer el concurso para pianistas noveles. En estos cuatro años la iniciativa se ha llevado a cabo en Barcelona, en Madrid y en dos ciudades itinerantes, Bilbao y Sevilla. En la plaza de Colón el ganador del pasado certamen, Stanislav Khristenko, realiza una fugacísima aparición de diez minutos. Los demás vamos de piano en piano. Cada tramo que se recorre entre uno y otro vuelve a estar lleno de los martilleantes sonidos de la ciudad. Cada vez que se llega a un nuevo piano es como alcanzar un corazón que, con su latido y su fuerza, nos impulsa hasta el siguiente.

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El piano. Ese artilugio hipnótico y misterioso que uno presiente como algo lejano y difícil. Quien lo toca debe de tener la conciencia de estar haciendo algo especial. Algo que no todo el mundo sabe hacer. Tocar el piano, podría decirse que es algo así como navegar. El custodio del primero que encuentro, sin embargo, desea todo lo contrario: acercarlo a la gente. Tras marcarse un November Rain de Guns N`Roses al teclado, comenta que su imagen es la de un instrumento muy académico, muy ligado al concierto de música clásica, de música muy seria, cuando realmente no es así. Comenta que esa separación entre el que sabe tocar, en el escenario, y el público es algo típico de Europa y de unos pocos países más. Que por ejemplo en África todo el mundo hace música, y allí no existe el miedo a equivocarse, a hacerlo mal. “Quien se anime a tocar, aunque no sepa, tiene vía libre”, invita.

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Pero para mi sorpresa, muchos saben. La gente hace cola. Los adolescentes que entre risitas nerviosas tocan ante sus compañeros. Un chico ciego al lado del piano en Colón se estremece, su bastón tiembla un instante. Quizá es el frío que hace hoy a la sombra, o un recuerdo súbito, pero yo quiero pensar que tiembla a causa de la música. Poco después, va a tocar él. Antes de salir, se toca el piano en el rostro, se sujeta la cara para no salir volando de su cuerpo a causa de la emoción. Cuatro encorbatados que de primeras, prejuiciosamente, pienso que solo son curiosos que se han escapado de la oficina a fumar, cuando descubro que uno de ellos es el siguiente en tocar y su compañero encorbatado y orgulloso, le graba. Al irse dice: “Si esto no es un concurso. Es para disfrutar.” Un coreano mueve la cabeza al compás. Una negra canturrea el estribillo de Billy Jean con una amplísima y blanquísima sonrisa. Una hiper pelirroja pin-up vestida de blanco asiste al espectáculo como salida de otro tiempo. Un chico se sienta a los pies del piano, en reverente rendición ante su amigo que está tocando, y se sonríen como si no se lo creyeran, como diciendo: «Esto es demasiado». El abuelo que está a mi lado escucha la música con los ojos cerrados mientras se gira hacia el sol y lanza un plácido suspiro sonriente. Es feliz. Yo lo sé, se lo he notado. Hay un señor grueso con unas sandalias nada estéticas y unos dedos regordetes que se sienta a tocar, y resulta ser un virtuoso. Cuánta música escondida detrás de cuántos rostros y cuerpos impensables. Desconocemos al lado de quienes caminamos a diario. Cuánta magia albergan las personas.

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Me da igual. La hora que es. El sol abrasándome la nuca. El hambre que tengo y la batería del móvil que se me queda a medias, en el quinto piano. Las alarmas de las ambulancias, los pitidos de los coches, el insidioso sonido del tráfico. Me da igual todo, y no sé si debería, pero eso es lo que sucede cuando estoy aquí, en la música. Que todo se detiene, que me sumerjo en ella y la nado. Que de Madrid parezco transportada a otra ciudad, a otra mucho más hermosa y amable donde la gente, en lugar de gritarse malhumorada, respeta el turno con una partitura en la mano, se piden permiso unos a otros y se hacen hueco para que el otro tenga mejor ángulo para los vídeos y las fotos que, sin duda, también querrá llevarse. Se van prendidos de una belleza que lo ha teñido todo de otro color, pero viniendo ese color tan solo del sonido. Definitivamente, hoy Madrid me parece una ciudad mejor.

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Juan Antonio Simarro, pianista y compositor que debido al éxito que está teniendo, está viviendo actualmente entre Madrid y Los Ángeles, habla con una amiga que le dice que está retomando el piano, el piano que ya dejó. Y él le recomienda que aprenda jugando, disfrutando y divirtiéndose. Que para él el error está en tener profesores no creativos que te hacen aborrecer y rechazar la música en lugar de disfrutarla, sentirla, hablar a través de ella. Martín Caló toca con los ojos cerrados, como el ciego, todo su cuerpo se mueve, está como invadido por el jazz. Hace un dúo con Jesús, sembrado de pendientes, al que acaba de conocer, pero con el que sostiene una conversación musical a cuatro manos en la que se intercambian el lugar del asiento mientras sus manos logran que Summer time no deje de sonar. Nos llenan de fuerza y de optimismo.

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Inmediatamente después sale un niñito que parece frágil, toca una piecita de música clásica, y el contraste entre esas dos fuerzas adultas y este muchachito me hace pensar si en algún momento él también traspasará la frontera, si se pasará a los pendientes y al piano de bar, si va a seguir por el contrario el camino del conservatorio, o si va a ser de esos que lo dejarán, que terminarán por sentirlo como un corsé y lo acabarán aborreciendo. Eso solo puede decirlo el tiempo. Pero ahora, su madre lo abraza y la sonrisa del pequeño es de satisfacción plena, de dicha inmensa. Ojos brillantes. Jesús, el pianista nocturno, le choca la mano. Y esa plenitud en el pecho de este niño no es muy distinta de la del cincuentón que toca más tarde As time goes by y Somewhere over the rainbow. Eso es lo que suena cuando atardece sobre la ciudad. Yo ya me marcho, y de camino al metro oigo tras de mí, en la nuca, no el sonido de los coches, sino a alguien que tararea esa canción. Skies are blue. Es el cincuentón que va acompañado de su familia. Lleva chaqueta, tiene pinta de ser un hombre muy serio. Pero canturrea por la calle. Tiene los brazos abiertos, y en el extremo de uno de ellos sostiene la partitura. Son sus brazos unas alas extensas bajo las que caben todos sus polluelos y además, el mundo entero, porque hoy ha regalado música. Acaba de tocar el piano en la calle, bajo el cielo de Madrid.

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