Cultura musical para indios y salmones

ENCUENTRO SIN CENSURA CON MIQUI OTERO

en ENTREVISTAS/PORTADA - SLIDE por

Acostumbrado a que pongan límite a mis escritos en el periódico, aquí, en Notodoesindie me siento como un esclavo liberado de la América profunda de los siglos XVIII y XIX. Aquí, en este espacio virtual, soy Mohamed Alí despojado de su nombre de esclavo, Cassius Clay. Un jardinero en paro que no tiene que podar sus textos. Les traigo mi encuentro sin censura con Miqui Otero.

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No pretendo que esto se convierta en otro artículo infinito similar a los de la revista ‘Jot Down’, sin ánimo de herir sensibilidades, este tendrá fin. No teman lectores de Notodoesindie. Procuraré no aburrirles en estos minutos que dediquen a bajar el scroll del ratón sin control. Esto es una entrevista a un fulano cuyo libro, ‘Rayos’, tras haberlo absorbido cuando Blackie Books lo lanzaba al mercado, se lo presté hace apenas una semana y media a un íntimo amigo. La transacción fue curiosa por las horas. Eran las doce de la noche y apenas se oía a los grillos de mi urbanización. El intercambio -él me prestó otro y me devolvió ‘El bar de las grandes esperanzas’ (J.R. Moehringer)- se produjo en la penumbra, como si fuera algo ilícito. Hablábamos bajo para no levantar sospechas, no fuera a ser que algún vecino de la zona advirtiera la presencia de dos mozuelos de veinticinco años trapicheando con literatura.

A continuación adjunto la reproducción casi exacta, sin apenas cortes ni fisuras, casi íntegra, de nuestra conversación en el histórico bar Mavi, en la calle 31 de diciembre, el viernes pasado. Con ruido de comensales y platos de fondo, como hilo musical de la entrevista, que se prolongó a lo largo de media hora.

-¿Cuánto cuesta construir tu propia voz, que la gente te identifique cuando te lee?

Yo creo que no lo sabes. Convives con ella todo el rato, es como si tienes un sobrino, lo ves cada día y no ves cómo crece. En cambio viene alguien de fuera y te dice que ha cambiado totalmente.

-No te das cuenta…

No te das cuenta, sí que haces cosas para buscarla, para que sea más tuya.

-¿Qué haces tú, por ejemplo, para diferenciar tu voz de otras?

Leer hasta que se me caen las pestañas, vivir y leerme de una forma muy crítica. Yo creo que es la única manera. Leerte siendo muy despiadado contigo mismo.

-¿Leer cosas buenas y malas?

Yo leo de todo. También cosas malas, pero no premeditadamente, sino porque caen en mis manos y acabo leyendo cosas malas. Leo cosas diferentes, sobre todo, no solo lo que querría hacer. Eso sí que lo tengo muy claro. No leo solo las novelas que se parecen a las mías. Si haces eso es mucho más fácil que te encajones en algo muy concreto. De cualquier tipo de novela, por alejada que sea de lo que intentas hacer tú, aprendes muchísimo. Si solo lees lo que querrías hacer

[Nos interrumpe el camarero ofreciéndole la carta del menú semanal a Miqui].

-¿El mayor mérito de un escritor es que le reconozcan su voz?

Uno de ellos, sí, puede ser que sí.

-¿En qué piensas cuando escribes ‘Tenemos todo por hacer’?

El ‘Tenemos todo por hacer’, si te fijas, la gran mayoría de veces que lo dicen después se ríen. Lo que en la faja del libro fuera de contexto queda como literal tiene un punto irónico. Hay una forma de leerlo romántica que es que nos queda mucho tiempo por delante y hay otra no tanto, irónica, que sería que no has hecho nada.

-¿Con cuál te quedas?

Esto sí que lo tengo claro cuando escribo. El libro no lo acabo yo, lo acaba el lector y depende del lector que sea lo leerá de una manera o de otra.

-¿Titulaste un artículo diciendo que te odias cuando estás acabando una novela. ¿Por qué?

Cuando acababa no, cuando estaba escribiendo.

-¿Por qué ese odio?

Porque eres insoportable, porque eres suspicaz como un enano, porque estás muy nervioso, porque eres una especie de urraca que va buscando cualquier cosa que le llegue para meterla dentro de la novela, porque fuerzas situaciones. A lo mejor quedas con amigos que no habías quedado desde hace siglos o eones solo porque te interesa oírlo hablar para meterlo en el libro. Porque no te conviertes en el compañero ideal, eres egoísta.

-¿Por qué te recluiste en el Monasterio del Poblet para dar forma a Rayos? ¿Cuestión de superstición?

No, era una cuestión de buscar una tranquilidad absoluta y a un precio muy módico porque no pagabas una habitación, dabas la voluntad al final del proceso, no era como ir a un hotel. Era irte a un sitio que tenias unas comidas súper ordenadas al día y dabas lo que querías al final cuando te ibas. Tenía una tranquilidad absoluta. No escribí la novela ahí, acabé alguna de las versiones, pero quería silencio, que nadie me llamaba. De hecho en mi móvil, no sé si era porque tenían inhibidores o era por el grosor de las paredes, pero el internet no iba y las llamadas no me entraban.

-¿Encontraste lo que buscabas?

Totalmente. Otra cosa es que el aislamiento también es peligroso porque salí de ahí pensando que había hecho una puta obra maestra -no tanto, no tanto, estoy exagerando- pero pensé que había acabado la novela ahí y que me gustaba mucho. Estuve casi una semana sin hablar y nada más salir estuve tan eufórico que fui a un concierto de un grupo que me gusta mucho que se llama Comet Gain y grité tanto que me quedé afónico, así que estuve dos días más sin hablar.

-Saliste con verborrea.

Sí, salí con unas ganas de hablar increíbles lo que pasa es que luego la novela la dejé un tiempo y no funcionaba. Lo que pensaba que era maravilloso después tú mismo, si lo dejas reposar un poco, te das cuenta de todo lo que has hecho mal.

-Firmaste Hilo Musical en Sant Jordi custodiado por Albert Espinosa y Albert Casals. Tu segundo libro, La cápsula del tiempo, con Ben Brooks como escudero. ¿Quién te acompañó en con Rayos?

Ben Brooks, también. Ya somos como una especie de pareja cómica en las firmas.

-¿No te sentiste humillado como al ver las colas que aguardaban para que les firmaran Casals y Espinosa?

No, yo creo que eso es imposible. Albert Espinosa y el Casals es como si cualquiera de nosotros dos nos ponemos a boxear con Mike Tyson. Con Ben es diferente porque lo conozco desde que era un niño, vino a firmar con 18 años y le tengo mucho cariño. Estamos muy bien juntos y es muy muy diferente. Él tiene una especie de hordas de groupies, es muy divertido verlo. Este año en Madrid he firmado mucho, no me sentía mal, pero en el anterior firmé al lado de Javier Sierra. Había un montón de abuelas que parecían adolescentes en plena ‘beatlemanía’. Pedían tocarle el foulard como si fuera una especie de sábana santa.

-¿La entrega del parche de un rayo cuando firmas tus libros parte de una intención de crear un ejército de fieles?

Es una manera intuitiva de donde vengo, las subculturas y tal, siempre he llevado parches en las chupas y cuando hablamos de regalar algo se me ocurrió que era muy bonito un rayo y que se pusiera, a poder ser, en la chupa y a poder ser aquí, al lado del corazón. Me parecía bonito, simplemente. Pero no había un razonamiento de crear nada, no soy Pablo de Tarso que me he caído del caballo y me ha dado un rayo en la cabeza y ahora quiero hacer una secta de fieles y que la gente se beba el agua donde me he bañado yo. Es simplemente un detalle atento que tiene que ver con lo que yo quería, que fuera una novela eléctrica, luminosa, que retratara momentos de tormenta.

-Pensé que era una forma de crear fidelidad, de militar en los rayos.

Muchos lectores me lo han dicho en las firmas, que les gustaría ser un rayo. Y eso es muy bonito que te lo digan. Es una deferencia al lector, yo estoy muy agradecido cuando alguien me dice que le ha gustado.

[Perdón, joven, me han dicho que puedes pedir, dice una camarera].

[Pues los tallarines y el lenguado, responde Miqui].

Aún ahora me parece muy bonito cuando me viene a decir alguien algo, que a veces no lo hacen por pudor o te lo dicen al cabo de un rato de hablar. El lector tiene que ver que a diferencia de un grupo de música, que el compositor llega al local de ensayo y el bajista o el batería opinan, en el caso de un escritor es diferente. Estás solo en casa muchísimo tiempo y tienes muchas dudas y muchos miedos. No acabas de estar seguro nunca. Por ejemplo, las lectoras me están hablando mucho de las dos chicas. Estas dos chicas eran muy diferentes en el libro cuatro meses antes de la última versión. Es increíble que en Madrid me venían lectoras y me preguntaban: ¿Pero con cuál se ha quedado, quién es Bárbara? No se da cuenta la peña, joder, lo muchísimo que emociona porque no sé, los has sacado de un montón de cosas que te han pasado.

-Antes hablabas de tu procedencia, de los parches en la ropa… Coméntame cómo fue tu infancia, cómo creciste.

Mucha de ella está explicada en el libro. Era un colegio de salesianos en el barrio de Sant Antoni, un barrio como en transición, con un pie en el Eixample, que es un barrio aburrido de clase media, y otro pie en Poble Sec, que es todo lo contrario. La época de mi adolescencia tiene que ver con el auge de los skinheads neonazis que bajaban desde Poble Sec y había unas broncas tremendas en el cruce de calles. Fue un juego de ir probando hasta encontrar el sitio donde tu estás cómodo, muy omnívoro al principio. Tienes esa época en la que me gustaba tanto Nirvana como los grupos del britpop. Era una infancia de continuo viaje a Galicia, donde iba tres o cuatro veces al año y descubrí una realidad muy diferente.

-¿Qué sientes cuando ahora cuando vuelves a Galicia?

Es una necesidad. Tengo que volver a Galicia dos o tres veces al año y de hecho esta novela está escrita gran parte en Galicia. Me siento muy de allí. Me recuerda, a veces, a esos raperos de España que igual son blancos y escuálidos con pecas y se sienten negros, se sienten Tupac o algo así, ¿no? Soy como un fan raro de Galicia porque yo no nací allí, toda mi familia sí. Creo que a veces los hijos de los emigrantes son los que viven de una manera más idealizada la tierra de la que vinieron sus padres.

-¿Tu familia te hablaba del contrabando que aparece bien retratado en Fariña, el libro de Nacho Carretero?

No sólo mi familia. Yo cuando iba a buscar el tabaco a mi padre al bar la primera pregunta era: ¿Normal o del otro? Galicia es tremendamente paranoica. Es otra de las cosas que me gustan porque los núcleos rurales, los pueblos, son casas muy separadas y eso fomenta la suspicacia y la paranoia. Cada vez que alguien se compraba un coche, ampliaba su casa o su piso, era un narcotraficante. Si volvía de Barcelona, Alemania o de donde hubiera emigrado con un coche demasiado bueno: esos son narcos. Es ‘dinero da droga’. En Fariña, que es un libro que me ha gustado mucho, hay uno de los personajes que es familia de vecinos míos del pueblo y tiene a un familiar más joven, de la edad de un primo mío, que ese directamente llegó una vez sin media oreja. Todo eso está ahí. Y las historias de los que emigraron a América y volvían inventándose todo, que eso a mí me maravilla. Volvían como inventándose una Cuba o un Nueva York que no existían.

Todas las historias de los indianos me interesan un montón. Hubo uno, me lo explicó mi padrino el pasado verano, que había hecho fortuna en Cuba y vino antes de la Revolución a pasar un verano. Un día borracho –estaba forrado, pero tenía el capital en Cuba- compró a tocateja 20 casas de la costa de Lugo. Al día siguiente de comprarlas borracho le quitaron todas las posesiones y le vino el otro pavo y le dijo: ‘Oye, ¿Escrituramos eso’. Y el tío: ‘¿Escrituramos qué? –No, que ayer me compraste…no se acordaba de nada. Esa compra que hizo borracho le salvó la vida. Le quitaron todo el dinero que tenía en Cuba y sobrevivió gracias a esa borrachera. Todas esas historias que se acaban colando en la novela a mí me fascinan.

-¿De dónde viene el anhelo por contar historias?

Desde pequeño. Es lo que dice Tinet: ‘Me gusta la historia, bueno no, me gustan las historias’. Y yo creo que la historia sólo se explica a través de las historias y las anécdotas. Tengo libretas enteras llenas de relatos de cuando era pequeño. Cuando eres pequeño buscas las historias en las leyendas del patio del colegio que explican otros niños. O las buscas, en el caso del pueblo, en los abuelos. Cuando eres adolescente las buscas en los bares.

¿Y ahora?

En los bares (risas) y en los libros y al final vas acumulando capas.

-¿Qué tuviste en cuenta a la hora de perfilar a Fidel Centella?

Toda la novela parte de una serie de miedos, euforias, filias… que tienen que ver conmigo. Incluso la descripción física de Fidel es parecida a mí, tiene diastema, los dientes separados como yo. Luego invento mucho más y la novela se convierte en otra cosa, pero sí que parte de cosas muy cercanas, de una necesidad de entender cómo soy y de dónde viene mi familia y cómo consigue hacerse un sitio en la ciudad, en Barcelona. Fidel sale en gran parte de ponerme a mí interactuando en situaciones que he vivido y otras que no. Había un reto de plantear un hijo de charnegos que no fuera maniqueo. En nuestra edad, en nuestra generación, yo fui escolarizado en catalán y he ido a la universidad. No tiene sentido que yo haga un personaje que es una especie de héroe asaltacunas de ricas como los de Marsé. Había una intención de conjugar la fascinación por vidas que no son la tuya. Y vidas que no son la tuya pueden ser la de Tinet, la del tío lumpen del barrio o puede ser también la de Diana, de la alta burguesía. Intenté explicar todo eso con una mezcla de recelo, de fascinación. A la hora de perfilar a Fidel sí que tenía muy en cuenta eso, que no fuera una novela maniquea, solo de señalar con flechas.

-¿Por qué recurres a la ficción?

A mí eso me parece fundamental. Cada autor, en realidad, por mucho que intente argumentar lo que quiera, escribe por sus limitaciones. A ti te sale una cosa y elaboras un discurso alrededor de lo que a ti te sale, pero tú eres tus limitaciones. A mí me gusta partir de cosas cercanas, no escribiría una novela de templarios. Me gusta crear mi mundo de ficción, que tenga más orden que la realidad, más épica, más encanto. Me gusta mitificar, no me gusta explicar la vida tal y como es. Para eso ya lo vives. No me gusta el típico realismo social súper plano. Me interesa el mito, la épica, el brillo y eso no necesariamente lo tiene la vida. La tienes que ordenar de una determinada manera y meterle una especie de suplemento vitamínico o de turbo de mito, de cosas que te fascinan, que no son ciertas o que son ciertas pero no han sucedido.

-Hablas de la camiseta de Barcelona 92 como si fuera una máquina de volver al pasado. ¿Cuánto te pesa la nostalgia?

Solo intentas luchar en contra de las cosas que pareces. Yo siempre digo que la nostalgia es muy reaccionaria, traicionera y tóxica porque en realidad si estás todo el rato pensando en el pasado no intentas solucionarlo. El último ejercicio de nostalgia es escribir sobre lo que pasó en el pasado, pero aparte de ser el último también es el primero para superarlo, para cerrar una etapa. Después hay otra cosa que me interesa de la nostalgia que es cuando piensas obsesivamente en algo que ha pasado hace mucho tiempo. Lo que haces es explicártelo una y otra vez y a medida que lo explicas una y otra vez lo entiendes mejor y lo haces más atractivo. Sin darte cuenta, la vez número 15 que lo explicas empiezas a inventar. Y a la 16 inventas un poco más, y vas transformando el relato de tal manera que al final es mucho más atractivo que lo contaste. Si no eres nostálgico no haces todo ese proceso.

-Lo de la camiseta es muy gráfico.

Sí, es una frase de una canción de Miqui Puig, lo que pasa es que él no lo relaciona con la nostalgia. Es un single que sacó hace un par de años. Él habla solo de unas camisetas que no le caben y yo cuando escuché la canción, simplemente hablar de camisetas que te gustaban mucho y ya no te caben, pensé: Eso es la nostalgia. Esa intención de ponerte otra vez algo que te fue bien en su momento y que ahora ya no te cabe. Ese punto ridículo de pasearte por la calle con esa camiseta que te va pequeña, eso es la nostalgia.

-David Vidal [profesor que compartimos en la Universitat Autònoma de Barcelona entrevistador y entrevistado] decía que era muy importante crear imágenes cuando escribías.

Mi caso es patológico. Hoy estoy un poco más calmado, pero lo normal cuando hablas conmigo es que esté todo el rato formulando comparaciones.

-Como Manuel Jabois.

Sí, por eso le gustó, supongo, el libro. Eso me sale siempre desde pequeño, todo el rato estoy formulando siempre comparaciones. Yo valoro mucho una imagen, lo que pasa es que la gente piensa que las metáforas son una costumbre de novelistas. Todo el mundo usa metáforas continuamente. Lo puedes hacer de manera más vaga o más certera y reconocible.

-¿A quién quieres parecerte?

Yo tengo mis lecturas pero no aspiro a parecerme a nadie. Los parecidos no dependen de ti, sino de lo que te digan los otros. Cada lector te sacará un parecido del mismo modo que cuando nace un niño los familiares llegan y le sacan un parecido. Cuando sale un libro tú no sabes exactamente lo que has hecho y si tienes la suerte, como es el caso de este, de recibir muchas reseñas y que te lea gente y demás empiezas a entender algunas cosas. Las influencias son como el honor. El honor, como ocurre en las novelas del 18 y del 19, no te lo puedes poner tú, te lo pone el resto de la sociedad. Y también te lo quita. Eso es lo que sucede con los libros.

-Fidel Centella es un joven periodista, precario, que trabaja para el periódico La Verdad. Tú trabajaste en El Mundo como becario y después en el ADN hasta que se extinguió. ¿Qué le depara al periodismo?

A mí en la novela lo que me interesaba de que fuera periodista era porque en el periódico tenía que presentar una verdad oficial, aceptable y políticamente correcta de lo que sucedía y con ciertos intereses. En paralelo a la verdad oficial, él en el barrio por medio de Tinet, y lo que se iba enterando por la familia de Diana o las historias que circulaban por allí era otra realidad paralela y diferente que no se explicaba tanto. Me interesaba que empezara escribiendo en un periódico y la acabara escribiendo una novela para oponer la verdad oficial de los medios con la verdad que se explica a través de las historias de los rumores de la gente de un barrio o de la ciudad. Por eso lo hice.

-¿Crees en el periodismo?

Siempre habrá periodismo. Cuando tú ves una película del oeste, ¿qué profesiones hay? Hay prostitutas, delincuentes y periodistas. Siempre habrá alguien que tenga que explicar la realidad y las historias. Otra cosa es de qué modo va a morir más o menos agónicamente el modelo de periódico que nosotros conocimos y de qué modo se podrá rentabilizar, capitalizar y convertir en algo profesional otro tipo de plataformas. En ese impase es en el que está.

-¿Las empresas tendrán que salvar los periódicos?

Espero que no, sería lo peor que podría suceder porque igual salvarían ese periódico un año pero perderían toda la credibilidad. La gente no es tonta. Si El mundo se llamara Häagen-dazs Mundo o Generali El País, si fuera tan evidentemente lo que ya en la cocina pasa la gente no lo leería. Sigo pensando que tiene que haber un sector profesional que invierta tiempo y dinero en dignificar la profesión. El periodismo es como todo. Tú ves Luna nueva, la película, y empieza hablando de que el periodismo antes… Siempre hay esa sensación de que antes todo era mucho mejor.

-Tu reconversión, si se puede decir así, en docente, ¿es parte de una fuga del periodismo o una alternativa?

Es algo darwinista. Es adaptación total al medio. No tenía una vocación de docente pero me salió la oportunidad porque me la ofrecieron. Descubrí que no me parece mal siempre que sea una parte más de mi vida y no la principal. Yo no querría acabar en el mundo académico, no me interesa. Es agua estancada. Si no sales del mundo académico los ritmos se ralentizan un montón y acabas cogiendo una serie de tics. Los mismos campus, muchos, están alejados de la ciudad, de la realidad. Es necesario, casi es como tener un comité de sabios, pero no me veo siguiendo los ritmos del mundo académico. Me interesa tener un pie ahí, pero también otras cosas.

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Después de esta charla, por la tarde, Miqui Otero habló ante una decena de personas sobre su libro en Literanta, acompañado por el crítico Nadal Suau, y al día siguiente pinchó en el bar Lisboa.

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Yo no presencié la velada entera porque mi misión de aquella tarde era escuchar el veredicto de un jurado popular, en la Audiencia Provincial de Palma, por el crimen que hubo en Campos en 2014. Un hombre mató con 10 puñaladas a un joven, de 22 años. Detrás de aquella muerte había extorsiones, amenazas y vídeos pornográficos de por medio. El tribunal declaró culpable de asesinato con alevosía al hombre y yo escapé veloz como Speedy Gonzales hasta la librería. Estuve 10 minutos y regresé a mi guarida, el periódico en el que transcurre la mayor parte de mi vida. El mismo lugar donde me esperaban dos huecos blancos en la sección de Sucesos para escribir el veredicto del jurado sobre el asesino de Campos y el pase a disposición judicial de una banda de 25 presuntos narcotraficantes dominicanos a quienes les intervinieron 2,5 kilos de cocaína y 60.000 euros en efectivo.

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