DEJA QUE NIEVE

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No había ya más edificios, más visitas, más fotografías que hacer. Bueno, sí, siempre están las fotografías, ahí, a cada segundo una diferente, todas ahí mismo pendientes de ser tomadas. Siempre va a haber algo nuevo que encontrar, solías decir, casi con nostalgia de lo que todavía no habías visto. Te daba pena por anticipado todo lo que ibas a perderte por hacer una elección, por quedarte. Sí, pasarías por Suecia a ver a tu familia, pero ese no era el viaje que te importaba, no era al menos el viaje que nombrabas en tus conversaciones. Nombrabas Tahití, te marchabas a Tahití, y las Navidades en Suecia quedaban tapadas por tu mirada, que no miraba a Suecia sino al viaje siguiente.

Danzaba, tu mirada, como una mariposa inasible de las cortinas a los cuadros de las paredes, del plato de crema de calabaza a la puerta, por tener tal vez siempre localizada la salida, intermitentemente danzaba de una cosa a otra, sin posarse. Te pregunté si no hallabas nunca, en ningún lugar del mundo, las ganas de quedarte. Y entonces esa mirada volátil y también tu cabeza, las dos juntas, la mirada y la cabeza, se giraron hacia mi. Y te quedaste un rato así parada, mirándome con vehemencia, y me di cuenta de que tus ojos estaban ahí, por primera vez estabas tú detrás de tus ojos. Y después, por alguna respuesta que se te hizo evidente dentro, la vehemencia se fue disipando, y puedo decir que tus ojos se dulcificaron y me miraste con una compasión infinita. Como si hubieras comprendido algo de lo que yo ni siquiera había empezado a enterarme.

– Oh, bueno, sí. Están esas veces en que estoy tranquila. Cuando siento eso, cuando estoy en paz, me puedo quedar en cualquier lugar del mundo.

Y tus palabras parecieron hablar de algo muy pequeño, demasiado simple. Sin embargo, al decirlas tú, parecía grande, lo pequeño que decías. Tu mirada ya no revoloteó más por el salón y se te quedó media sonrisa en la cara el resto de la tarde. Esa noche había un festival internacional de blues, una rara avis que coincidía con tu visita en la ciudad. Estaba también ese mercadillo creativo itinerante en el que querías aprovechar para hacer algunas compras navideñas, y el encendido de las luces de Navidad, todas oportunidades únicas que se daban esa noche, única también. Pero tú revolvías despacio con tu cuchara la crema de calabaza, casi escuchando el ruido que hacía su roce con la loza del plato. Me dijiste que te gustaba que hubiera puesto Frank Sinatra. Siempre me hace sentir en casa, dijiste, es como en Desayuno con diamantes, lo que le pasaba a Holly con Tiffany´s, que iba porque sentía que allí dentro, bajo aquella luz, nada malo podía ocurrirle. Levantaste la cabeza, miraste por la ventana. En la calle empezaban a caer algunos copos de nieve, y era hermoso ver cómo esa espuma blanca y su ligereza te teñían, si cabe aun más, la mirada de luz, y yo casí veía como te iba creciendo la calidez en el rostro mientras el frío quedaba fuera.

Terminé de comer con prisas, dije que teníamos cinco minutos para irnos si queríamos llegar a tiempo de ver el concierto, y el mercadillo itinerante y el encendido. Y tú solamente te giraste, me quitaste las zapatillas de estar en casa, una, luego la otra, me arropaste con la manta que nos cubría las rodillas, y luego te quitaste las tuyas y te arropaste tú. Y dijiste, tan solo:

– Deja que nieve, deja que nieve…

http://https://www.youtube.com/watch?v=M-b3iU-INDo

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